EL PERDÓN UNA OPORTUNIDAD PARA LA REDENCIÓN


“Perdonad, y seréis perdonados” (Lucas 6:37).

Creo que una de las experiencias más difíciles para el ser humano es el transmitir perdón. He podido comprender que el perdón es un acto de fe, ya que nuestros sentimientos se rehúsan a otorgarlo. No es lógico perdonar a aquel que nos ha traicionado, que abusó de nuestra confianza, nos robó, nos hirió́, nos insultó, nos difamó, etc. Creo que ningún ser humano es merecedor del perdón, pero la gran enseñanza que el Señor comparte es que Él nos perdona de todas formas, no porque lo merezcamos, sino porque Él es un Dios misericordioso que extiende Su perdón sin límites.

A través del profeta Ezequiel, el Señor dijo: “Os daré́ corazón nuevo, y pondré́ espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré́ un corazón de carne. Y pondré́ dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos y guardéis mis preceptos y los pongáis por obra” (Ezequiel 36:26-27).

Nadie en este mundo podrá́ jamás tener dos corazones al mismo tiempo, de ahí́ que nadie puede tener un corazón para Dios y otro para el pecado. Aquel que está del lado de Dios, aborrece el pecado. La promesa de Dios es corazón nuevo y espíritu nuevo es un corazón y espíritu nuevos.

Cuando esto sucede, Dios remueve de nosotros el corazón duro y también el espíritu rebelde. El espíritu nuevo que recibimos es el mismo Espíritu de Dios. Entonces, con ese nuevo corazón podremos andar en las pisadas de Jesús y tendremos la gracia de perdonar a aquellos que nos han ofendido. Tal vez esto sea lo que más se le dificulta a muchos cristianos.

Cuando Niki Cruz, quien era jefe de una pandilla, le dijo a David Wilkerson: “Si me vuelves a decir que Jesús me ama, te cortaré en mil pedazos”, él le respondió́: “Sí, Niki, pero cada uno de ellos te dirá́: Niki, Jesucristo te ama”. San Pablo, que llegó a comprender esto, afirmaba que el Espíritu de Dios mora dentro de nosotros. Él es el único que puede ayudarnos a entender las Escrituras, nos da la fuerza para obedecerla y prepara el ambiente para que Sus promesas se cumplan.

  1. PERDÓN DE PECADOS

“El es quien perdona todas tus iniquidades,

El que sana todas tus dolencias…” Salmos 103:3

El pecado es uno de los mayores pesos que pueden afligir al ser humano. Cada vez que desobedecemos a Dios y no damos importancia a Su Palabra, nos alejamos de la senda correcta. David vivió́ con la pesada carga del pecado en su corazón hasta que el profeta Natán lo confrontó. Después de arrepentirse, pudo oír de labios del profeta: “El Señor ha perdonado tu pecado”, y fue aquí́ cuando experimentó completa liberación.

Spurgeon plasmó las palabras de Welsh, quien dijo: “No es la cantidad de tu fe lo que te salvará. Una gota de agua es tan verdaderamente agua como la de un océano. Así́ como una pequeña fe es fe verdadera, igual que la más grande. Un niño de ocho años es varón como un hombre de sesenta. La llama de una cerilla es fuego, al igual que una gran llama.

Un hombre enfermo es un ser vivo, lo mismo que uno en buen estado de salud. De modo que no es la medida de tu fe lo que te salva, es la Sangre a la que te acoges.

De la misma manera que la débil mano de un niño lleva una cuchara a su boca para alimentarse, la mano de un hombre fuerte realiza la misma función, pues no es la mano la que alimenta, sino el alimento que se lleva a la boca y entra al estómago. Así́ sucede si te adhieres a Cristo. Aunque sea del modo más débil, Él no te dejará perecer. La mano más débil puede tomar un don, lo mismo que la más fuerte. Pues bien, Cristo es el don y la fe débil puede asirse a Él igual que la fe fuerte. Cristo es tan verdaderamente tuyo cuando tienes una fe débil como cuando has venido con gozo triunfante por la fortaleza de la fe.

  1. VIVIENDO EN LIBERTAD

“Bienaventurado aquel cuya trasgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado” (Salmos 32:1).

Algunos cierran su corazón y dicen que no pueden perdonar a quienes les hicieron un gran daño y prefieren seguir castigándolos con el látigo de la indiferencia. Eso no hace sufrir a los otros, porque el damnificado es la persona que tiene el resentimiento. Cuando alguien otorga perdón, la primera persona que se libera es ella misma porque, antes que el perdón llegue a los demás, primero toca su vida y rompe las cadenas del resentimiento.

El perdón trae reconciliación, armonía, paz y comunión. Pero el cerrar el corazón y no perdonar, trae amargura, discordia, odios y guerras.

En uno de los encuentros realizados en nuestra iglesia recibimos el testimonio de una mujer sobre su experiencia con Jesús. “Por años viví́ con un espíritu de culpabilidad que carcomía mi vida día a día. Enviudé hace ya quince años y, al poco tiempo, me enamoré de otro hombre. Siempre había sido una mamá ejemplar con mis hijas, pero empecé́ a sentirme enferma y tenía hemorragias continuas. Un día decidí́ ver al médico; para mi gran sorpresa, el dictamen fue que estaba embarazada. Me sentí́ morir con la noticia, fue mi peor día. Pensaba en la reacción que tendrían mis hijas, en lo que murmuraría mi familia, porque una cosa es que la hija fracase sentimentalmente, y otra muy diferente es cuando la mamá fracasa.

En medio de mi desespero, fui a una clínica de abortos, pero dijeron que no lo harían porque ya tenía seis meses de embarazo y pondría en riesgo mi vida. Prefería morirme antes de soportar la vergüenza ante mis hijas. Sin embargo, cuando vi el bebé en el monitor se despertó́ en mí ese sentimiento de madre y desistí́ de la idea del aborto. Ese bebé tiene hoy diez años y es una hermosa niña. Nunca había podido perdonarme y sentía como si un espíritu maligno me atormentara.

Sin embargo, cuando fui al encuentro una prédica trataba de cómo el Señor Jesús vino a liberarnos del poder del enemigo; entonces comprendí́ que mi fracaso y mi vergüenza Él ya los había llevado en la Cruz y que había muerto especialmente por mí. Logré despojarme de la pesada carga que me había atormentado por años, pude perdonarme y acepté el perdón que Jesús me ofrecía”. Mi vida se dividió́ en dos; antes de ese encuentro y después de él. Al ser aceptada por Jesús, me convertí́ en la mujer más feliz del mundo.

  1. ESTOY LLENO DE LA CAPACIDAD PARA PERDONAR A OTROS

“Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:1).

Pablo pudo verdaderamente comprender las luchas que a diario libran los cristianos; él mismo hizo una maestría a lo largo de su vida, enfrentando toda clase de conflictos internos. Logró entender que la culpabilidad es el arma favorita del adversario, y con ella ha logrado derribar aun a los más fuertes.

Aunque el Apóstol amaba a Dios con todo su ser, notaba que había otra fuerza que trataba de doblegarlo, impulsándolo a hacer cosas incorrectas. En lo más agudo de su conflicto encontró la llave que lo liberó de su situación, fue cuando depositó su vida en las manos de Dios. Cuando el adversario regresaba a atacarlo, él simplemente decía. Mi vida está en las manos de Jesús y no me puedes condenar.

Al descansar en Dios recuperamos la auto imagen, nos aceptamos a nosotros mismo y podemos rechazar la imagen negativa que el adversario quiere traer a la mente. Descansar en Dios le permitirá vivir confiado y tranquilo, pues habrá logrado quitar un gran peso de su mente; esa voz acusadora que no le dejaba en paz ni por un instante.

Ahora será guiado por el Espíritu Santo; las Palabras de las Escrituras traerán consuelo y guía. Además, gratitud fluirá de su corazón a Dios, por cómo en la Cruz Jesús llevó su aflicción y castigo. Sólo al contemplar la Cruz, verá como toda su angustia y dolor quedan allí con Jesús.

No importa lo que usted haya hecho en el pasado, cuando entregó el corazón a Jesús, Él ya había absorbido toda su iniquidad y roto toda su maldición en la Cruz del Calvario; pues Su muerte reemplazó la suya. Jesús le hizo justo y ninguna iniquidad del pasado se tomará en cuenta en su vida.

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